Pablo Alonso Feijóo, vigués de 23 años, superó, entre otras muchas cosas, un glaucoma. Hoy, Día Internacional del Glaucoma, es un buen momento para recuperar su historia.
Hay historias normales que se pueden revestir de extraordinarias. Y existen otras fuera de lo común cuyos protagonistas son tan especiales que consiguen hacerlas cotidianas. Podría ser el caso de Pablo Alonso Feijoo: vigués, 23 años, licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra, el mayor de 7 hermanos y, pese a todo lo que viene, un ‘tío’ normal. O al menos eso afirma él con la tranquilidad de quien ha superado muchas cosas siendo joven. Incluso niño.
Aunque también puede ser un héroe que merece la pena rescatar tal día como hoy, Día Mundial del Glaucoma, una enfermedad que afecta al 2% de la población mayor de 40 años, porcentaje que en Galicia puede elevarse hasta el 4%. Cosas de meigas. Pablo llegó a él por accidente, así de caprichoso es el destino: “Había tenido un desprendimiento de retina y, cuando me operaron, inyectaron gas para que la retina se pegase”. Demasiado. Tanto que provocaron el glaucoma.
Pero vayamos por partes. La historia de Pablo, o de su ojo, comienza con sólo 12 años. Puntos negros en la visión, como mosquitos de esos que aparecen cuando uno se frota con carácter. Cada vez más. Hasta que un día: “Papá, no veo la hoja que tengo delante, no soy capaz de leer”. Y así, en el leve transcurso de un suspiro, la vida pega un quiebro. “Ese primer mes fue terrible”, sobre todo para sus padres. “Cuando te dicen que tu hijo puede tener cáncer, la perspectiva del mundo cambia”, recuerda Evaristo Alonso, ‘Varis’.
También me dijeron que había la posibilidad de que tuviesen que extirparme un ojo. Les dije que mientras me dejasen el otro no había problema
Y ese fue sólo el principio de un periplo agotador, en el que pruebas y diagnósticos iban y venían buscando una puerta de salida. Una se abría a la esperanza. En la otra era mejor no reparar. “También me dijeron que había la posibilidad de que tuviesen que extirparme un ojo. Les dije que mientras me dejasen el otro no había problema”, y sonríe en la respuesta.
Al final, todo venía provocado por una enfermedad autoinmune: el cuerpo atacándose a sí mismo. Pars Planitis, que sea lo que sea es mucho mejor que el cáncer. Después del verano lo operaron, la visión seguía borrosa: cataratas. Y ahí empezaron cuatro años de tranquilidad y cortisona. Hasta que cumplió los 17.
El glaucoma
“Estaba en 2º de Bachillerato y tuve un desprendimiento de retina. Dejé de ver de la mitad del ojo para arriba. Acababa de quedarme ciego de nuevo”, recuerda Pablo con una tranquilidad que casi asusta, de esas que sólo da la madurez. Y otra vez al quirófano, turno para el cerclaje: un pedacito de esponja de silicona que se coloca en la capa exterior del ojo, cosiéndose para fijarlo en su lugar. Y una burbuja de gas de complemento, que empuja el desgarramiento de la retina hacia la pared posterior del ojo.
Con el parche pintado para salir en San Juan. Otro parche cargado de sentido del humor.
Y de ese gas, más bien de ese exceso de gas -como ya se ha dicho-, vino el glaucoma. “Al día siguiente de operarme me mandaron para casa, y empecé a tener un dolor inmenso en el ojo y en la cabeza”. Para medir la intensidad de ese dolor basta decir que aquella noche no durmió: la pasó en el baño con la cabeza entre las piernas.
Urgencias, Valiums, calmantes… Nada servía. Y era fin de semana. Hasta que el lunes llegó un ángel de la guarda: la oftalmóloga Fátima Ferro. “Me pinchó con una aguja y salió todo el gas”, recuerda. Aquello fue en el Policlínico Cíes. Hoy, el servicio de oftalmología de la ciudad sigue en el Meixoeiro, donde su unidad de glaucoma se ha convertido en una referencia nacional. Allí se hacen alrededor de 250 intervenciones anuales. Pocas con la premura y el dolor de la de Pablo.
Para medir la intensidad de ese dolor basta decir que aquella noche no durmió: la pasó en el baño con la cabeza entre las piernas
Pero la historia de Pablo no acaba aquí. Ni la de su ojo. No podía ser tan fácil. Como consecuencia de esto la pupila se quedó dilatada, como aplastada, ocupando toda la superficie ocular durante algún tiempo. Hasta que se la pudieron coser dejándola más pequeña. Después vendría una necrosis que ha hecho que la mitad del ojo sea marrón y la otra mitad azul. Y más tarde la tercera operación.
La tercera operación
Fue en 4º de carrera. Porque “cada cuatro años me operan”, ironiza Pablo. Era una noche cualquiera de un sábado universitario en Pamplona. “Estaba de fiesta con los amigos y dejé de ver”. Pero no se apresuró. La pausa que concede la experiencia. Se fue a casa a descansar, sabedor de que en Urgencias le iban a resolver lo mismo esa noche que el domingo por la mañana.
Luego descubrió -le contaron, le explicaron-, que el cristal que le habían puesto cuando lo operaron de cataratas se había movido, haciendo que el ojo sangrase, y derivando en otra pérdida de visión. Y todo en plenos exámenes finales. Diez horas al día estudiando con un parche ojo. Pero siempre con humor. “A la graduación lo llevé negro, a juego con el traje. En la noche de San Juan le pinté una hoguera”.
Después de todo, uno sigue dudando si hablamos de un héroe o de un tipo normal. Un vigués que ha vuelto a Vigo, donde trabaja en un despacho a la espera de afrontar el examen de acceso a la abogacía, ayer mismo pospuesto por el coronavirus. Él lo tiene claro: “Soy un chico normal que siempre hizo y sigue haciendo una vida normal”. El mayor de 7 hermanos –Marta, Jaime, María, Álvaro, Catalina y Carmen- a los que, como mínimo, ha regalado el mejor de los ejemplos: el de saber afrontar los grandes retos con la normalidad propia de los héroes.

Bendito sea Dios!
Valiente