Crónica desde una comunidad aislada

Por Belén Presas. Viguesa residente en Madrid.

En el madrileño Barrio de Salamanca la vida se ha ralentizado, tornado extraña para los más de 140.000 madrileños que residen en estas céntricas calles. Madrileños y ciudadanos de otras comunidades y países del mundo que tienen en Madrid su domicilio habitual, como es mi caso. De la cotidiana vida de los comercios, el ajetreo de los bares y el traqueteo constante de coches y transportistas se ha pasado a calles desiertas, silenciosas. 

Esta semana, como tantos otros madrileños, he estado trabajando desde casa. Por las mañanas, temprano y cuando aún está a oscuras, se oye el ruido de los pájaros. Es como un oasis en medio de la situación surrealista que vivimos. 

El Gobierno español ha declarado – por fin – el estado de alarma debido a la rápida extensión del Covid-19, también conocido como coronavirus. Hay más de 7.900 casos en España, de los que más de 3.500 están localizados en Madrid. Esto que sepamos, es decir confirmados. Desde hace días cuando un madrileño llama al 112 para decir que presenta síntomas del virus y pedir que un sanitario se acerque a hacer la prueba a su domicilio, la respuesta es siempre la misma: “alguien le llamara de vuelta para coordinar una fecha para hacer la prueba”. Nadie llama de vuelta. Ósea que los casos que tenemos confirmados son solo los de máxima urgencia, que se han acercado a un hospital por casos de fuerza mayor. Recordemos que el Gobierno ha solicitado a la población evitar acudir a urgencias salvo necesidad imperiosa que lo justifique.

El personal sanitario está realizando una labor encomiable en la lucha contra la extensión del virus. Prueba de ello es el clamor que se oía este sábado 14 de marzo a las 22:00 horas, cuando miles de residentes en Madrid salieron a las ventanas a aplaudir. Simplemente a aplaudir, para alabar la labor de nuestro personal sanitario. Que ruido más ensordecedor el del choque de las manos. Cada uno desde su ventana, separados todos, pero juntos en ánimo. A lo lejos se oía a una señora gritar: “juntos venceremos”. 

Sin embargo, el problema ahora está en la infraestructura. La Unidad de Cuidados Intensivos (UVI) de los hospitales madrileños no tiene suficientes camas para el número creciente de enfermos de grupos de riesgo (tercera edad, embarazadas, pacientes con otras patologías). Por eso es tan importante cumplir con el confinamiento domiciliario, para evitar propagar el virus y extenderlo a estos grupos de riesgo. El colapso de las urgencias y UVIS significaría tener que elegir que enfermos tratar y cuáles no. Es una responsabilidad social colaborar en evitar la propagación del virus, que no se debe tomar a la ligera. 

El Covid-19 es el síntoma de una sociedad contradictoria: la nuestra. Vivimos tiempos de alabanza a la globalización, a la democracia, a la economía de libre mercado. Y, sin embargo, ahora nos quejamos de las fronteras abiertas, de los ciudadanos libres viajando de un destino a otro sin más control que el de su pasaporte, de la volatilidad de las bolsas para asumir el riesgo incierto de una crisis sanitaria como la actual. Paradojas del tiempo actual, difíciles de solventar si no otorgamos más poder, capacidad decisoria y responsabilidades a nuestros organismos internacionales. El estado nacional ha demostrado ser demasiado pequeño para responder a crisis internacionales. Los virus, el terrorismo, el desánimo de las bolsas, no conocen de fronteras. Sin embargo, seguimos respondiendo en demasiados casos en el plano estrictamente nacional.

Me quedo con la voz de esa señora gritando desde su ventana “juntos venceremos”, bajo el ruido ensordecedor de los aplausos en una noche oscura. Es un momento de confianza y unión entre personas que no se conocen, pero se saben parte del mismo mundo. 

“Juntos venceremos”.