El Celta se complica la temporada tras perder en casa 1-2 frente al Valencia en un partido en el que mereció más pero en el que no supo manejar los tiempos
«‘¿No las oye usted?’ La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente con el primer silbido de un viento creciente. ‘¡Ah, el horror! ¡El horror!». Las palabras finales de aquel oscuro encargado de la última de las estaciones en el Congo de la compañía colonial belga retumban en ‘El corazón en las tinieblas’, susurrando a gritos una barbarie similar -la de la colonización- al devenir del Celta en esta Liga. Un viaje hacia el horror que parece no tener fin, estremeciendo a la hinchada, ahora silenciada por el gol de Mari en el 88.
Es la segunda y última vez que se adelanta el Valencia en su visita a Balaídos. Un equipo, el de Baraja, al que le bastan dos suspiros -uno al inicio, otra al final- para abatir a un Celta que quiere pero no puede, que desea, anodado, y que siente como el miedo acaricias las entrañas provocando esa extraña sensación indeseable, mezcla de vértido y lujuria, como algo que no queremos que pase, pero que sucede pese a todo.
Es el terror a lo ya visto, es la undécima temporada seguida en la máxima categoría, o eso dicen, es un año especial, el del centenario, pero como en un maldito eterno retorno, ahí está otra vez la amenaza del descenso. Porque el Celta es como Sísifo, ejemplar condena la de aquel rey impío que se pasa la vida subiendo la piedra a la cúspide de la montaña para verla rodar ladera abajo. No desiste Sísifo, incosciente de que el castigo durará una eternidad, del mismo modo que no desiste el Celta, consciente de que el castigo durará lo que tenga que durar. Hasta el final de Liga por lo menos, hasta que un mal día la condena se haga realidad y el descenso se consume mientras que la masa social discute, himnotizada, sobre el nombre de una grada que lleva tres años haciéndose y que al hincha, en el fondo, le importa un carajo, con perdón.
Lo que preocupa es ese salir aletargado, de tarde perezosa de domingo, de bostezos que preceden a la siesta, de empanada temeraria que se materializa, a los siete minutos, en el tanto de Kluivert para adelantar a los visitantes. Un equipo, el Valencia, completamente atenazado por el miedo, que lleva meses en ese impúdico viaje hacia el horror, y al que el Celta insufla, si no aire, al menos confianza con otro mal inicio. Y ya van tantos que no puede ser casualidad.
Se recomponen los de Carvalhal, sí, porque a ganas no les suelen ganar muchos. Pero esto es la máxima categoría, y el rival, aun en el alambre, también juega. Más si miramos bajo palos, donde ese portero de nombre impronunciable -Mamardhasvili- comienza a parar las primeras intentonas de la nave temeraria celeste, que observa cómo transcurren los minutos sin lograr hacer las tablas.
Algo que no sucederá hasta el quince del segundo tiempo, a la salida de un córner y ya sin Iago en el campo, sustituido por Larsen. Un Iago que es la imagen del equipo, de ese querer y no poder, del cansancio que el miedo multiplica, de la agonía hacia una meta que se ve pero que no se alcanza. Lo arregla, parece, Seferovic, con un buen testarazo al palo largo.
Pero entonces, cuando la hora de los inteligentes debe silenciar a la de los valerosos, el Celta se desihinibe buscando el gol que ponga fin a la agonía, que entregue la permanencia deseada. Y lo que recibe a cambio es un buen ataque visitante, que coge a los de Carvalhal en fase ofensiva, permitiendo a Foulquier ganar la banda y poner un centro que remata a la escuadra Alberto Mari, canterano, número 46 a la espalda, porque así es este Valencia de entreguerras que ya sopla en la nuca del Celta, apenas dos puntos los separan. Quedan doce, y los de Vigo viajan cinco por encima del infierno. Todos echamos números, tirando los dados en busca de la tierra prometida, impregnados de un terrible olor a García Junyent, que renovó antes de tiempo y que no rascó más victorias desde entonces. El horror. Como este año.