La playa de Sela, en el Concello de Arbo, guarda en la retina de su historia un relato de agua y manantiales, paso previo a convertirse en lo que es: uno de los mejores arenales fluviales de nuestra tierra
Saliendo de As Neves, hacia el oeste, la carretera discurre entre curvas suaves, a veces más profundas, como si una llaga de cemento gris oscuro, casi negro, quisiese competir con el Miño entre recodos. La PO-400 es una de esas estradas nacionales, ahora bien asfaltadas, que recorren Galicia y España, ocultando aquí y allá pequeños parajes imposibles; invitaciones a la pausa; lugares por descubrir.
Uno de ellos se acuesta a la altura del kilómetro 14, descendiendo por una calzada que cruza un antiguo aserradero y una fábrica de cepillos devorada por el tiempo, antes de concluir, sin salida, en el apeadero de Sela, un añejo edificio en blanco y rojo, hoy desdibujado por el tiempo, no hace tanto, lugar de idas y venidas, de ajetreo, de bullicio.
La estampa surge en blanco y negro. Los trenes, todavía de vapor, traen y llevan gente, cargan y alivian botellas procedentes del manantial de aguas medicinales. Estamos en 1905, año en el que Antonio Pérez Barreira solicita al concello de Arbo la declaración de utilidad pública de esta agua para así poder embotellarla. Meses después, ya en el mercado, se venderá a 50 céntimos la botella bajo el nombre de Aguas Minerales de San Martín de Sela.
El manantial, 115 años después, continúa descansando a los pies del Miño, un resquicio de todo aquello que un día fue. Como los grandes y viejos edificios que se perfilan al lado de la estación; el hogar de los agüistas.
La historia ha pasado, siempre pasa, pero el lugar, convertido ahora en una de las mejores playas fluviales de España, mantiene una belleza difícil de perder. A un lado Portugal, Galicia al otro. En el medio, en una indescriptible alternancia de azules, verdes, grises, casi negros, transcurre el Miño, frontera natural de dos tierras hermanadas desde siempre.
Para llegar a ella, el camino desciende de modo abrupto desde la vía del tren hasta la arena. Peldaños de tierra y de madera que se esconden entre árboles enormes, que llevan toda una vida allí arraigados, engullidos sus troncos por una infinitud de campanillas moradas, tan agrestes, tan salvajes, como siempre.
Allá abajo, al fondo y a lo lejos, pequeños rápidos, casi diminutos, conducen la vista hacia adelante, perfilando, pegadas al río, las rutas que acompañan la visita: la de los ‘pescadores’ y la de las ‘pesqueras’. De fondo, en la memoria colectiva, la lamprea. Todo es verde en Sela. Como Galicia. Como la vecina Portugal. Con el único toque azul indescifrable del río Miño, que siempre ha estado ahí, cuando era manantial y cuando es playa. La estampa, ahora en color, nada tiene que ver con aquel apeadero y sus agüistas. Pero no por ello desmerece la historia ya pasada. Así es Galicia; así son sus paisajes.