El Celta cae contra el Mirandés en dieciseisavos de la Copa del Rey, haciendo más aciaga aún si cabe la campaña
El equipo pierde a Rafinha, expulsado en el penalti que precedió al segundo gol de los locales ya en la prórroga
Fue una noche aciaga en Miranda del Ebro, de esas que invitan a pensar que cuando las cosas se tuercen, se tuercen. Frente a un buen equipo de Segunda, preámbulo del infierno de lo que podría venir en unos meses, y con una mezcla de titulares y suplentes sobre el césped. Casi más titulares que suplentes hacia el final. En una prórroga agónica que se definió desde el punto fatídico, y con un larguero postrero de Araujo que podría haber mandado la eliminatoria a un cara o cruz irreverente.
Tal vez no lo hubiesen merecido ni los unos ni los otros. O tal vez sí. Qué más da. Lo cierto es que el Celta lleva meses con la etiqueta de equipo perdedor colgada en su zamarra, y la Copa y el Mirandés no han hecho si no acrecentar la sensación.
Podrán quejarse los celestes del árbitro, de la diosa fortuna o del azar. Pero la realidad, caprichosa, termina por imponerse. Al gol inicial, desde los 11 metros, de Matheus Aias antes de la media hora de juego, logró responder el Celta en el 75 con la firma de Pione. De ahí, directos a la prórroga, donde otro penalti -que acarreó la expulsión de Rafinha- parecía condenar a los vigueses. Lo evitó Sergio.
Nada pudo hacer el de Catoira, sin embargo, apenas un par de minutos después, cuando el segundo gol de los locales desnudaba todas las vergüenzas de lo que ha sido y es el Celta esta campaña. Un equipo débil, carente de la mínima exigencia competitiva, que observa como un rival entra en el área sin apenas oponer resistencia; y que vuelve a observar, ensoñado e impasible, como Antonio Sánchez caza ese balón dividido ante la efigie de los dos centrales. Del todo inexplicable. Aún más difícil de escribir.
Lo demás ya está dicho y es historia. Esa misma historia que se ganó el Mirandés sabiendo competir como se debe.