«Yo, hundido de morriña, me peleo con las palabras para encontrar ese vocablo que sea capaz de definir con precisión lo que vagamente recuerdo de la panorámica de Vigo. Quisiera volver. Contemplar esa misteriosa belleza»
El verano va muriendo cuando estamos de vuelta en la oficina. El aire acondicionado nos martillea el nostálgico recuerdo de lo vivido recientemente, como si la nómina acarreara consigo la obligatoriedad de erradicar todo vestigio de divertimento caluroso. Con la llegada silenciosa del otoño, los momentos de gozo del estío se aíslan y van desbaratándose del sentido de la vida. En plena ebullición de catarros, apenas nos queda una tenue remembranza del verano, hasta que definitivamente se desvanece abruptamente cuando el jefe o el cliente preferencial nos pega la primera bronca de la temporada.
Entonces, nuestro agosto se nos antoja lejano, extraño, como si no lo hubiésemos vivido nunca. Los turistas regresan al hogar y los trabajadores del tercer sector respiran exhaustos con los bolsillos más o menos saciados. La rueda del tiempo vuelve a girar vertiginosamente, y el mundo sigue a su aire, resuelto.
La alegría por recuperar el pulso de la normalidad se mezcla con la morriña de lo que se nos escapa. La ciudad se vuelca de nuevo para con los vigueses y se afana en innovar en desarrollo comercial y de ocio para gozo de los ciudadanos, que en vacaciones habían huido a conocer otros mundos y descansar de las cuestas del asfalto iluminadas por los destellos de la Ría.
En medio de una belleza recóndita, silenciosa, al contemplar este paisaje que descansa en la Ría, la piel se eriza emocionada con esos relámpagos de colores de la puesta del sol nadando por las aguas. Los ingleses, amantes de la lluvia y las nubes, celebran que la gastronomía, el ambiente, las playas y el mar de Vigo puedan ser excusas ideales para el verano.
Yo, hundido de morriña, me peleo con las palabras para encontrar ese vocablo que sea capaz de definir con precisión lo que vagamente recuerdo de la panorámica de Vigo. Quisiera volver. Contemplar esa misteriosa belleza. Ni el oro de los galeones cargados con el oro de América me despistaría de un segundo de vislumbrar la ensenada de San Simón, antesala de ese paraíso terrenal vigués.