Los muertos, los nuestros

Los muertos que se deriven de esa jornada serán ‘nuestros muertos’. Los muertos de la pandemia pese a todo, con sus nombres y apellidos

Las cifras se deslizan con la misma naturalidad que la lluvia en cualquier patio de luces, buscando con una extraña premura su hueco en las cloacas. El agua es así, siempre incesante, en continuo movimiento hasta perderse. Tal vez por eso observarla dispara la añoranza. El ‘pic-pac’ que no cesa y que nos gusta, que nos atrae siempre que estemos a cubierto.

Tal vez por eso, también, nos hemos acostumbrado. Dos aviones se precipitan al vacío cada día, con la angustia eterna de la muerte. Pero sucede con la inmensa monotonía que nos ofrece la jornada, al ritmo incesante de un metrónomo: tac-400-tac-500-tac-450-tac-380-tac-420. TAC-50.000, para el Gobierno. TAC-80.000 para el INE.

TAC-qué más da. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos son, pero todo el mundo tiene claro lo que son: los muertos de la pandemia, aquellos que el Covid se ha querido llevar hasta la tumba. Silencio sepulcral que carece para el gran público de nombre y de apellidos.

Pero sí. Sí que tienen nombre y apellidos; familia y amigos; penas y alegrías; cuerpo, alma y voluntad; un relato apasionante con un punto final atroz. Lágrimas que se vierten por cada uno de ellos, de modo individual, no colectivo. La soledad más solitaria: morir solo tras haber vivido rodeado.

Siempre he creído que lo único que importa en esta vida es quién está a tu lado en el momento de la muerte: ese instante decisivo que nos enfrenta con lo que somos. Hace apenas cuatro meses, un cáncer se llevaba por delante a la tía de mi mujer. En una triste habitación de hospital -como todas-, su vida se apagaba de modo agónico -como casi siempre-, con un respirar irregular que se aferra, a golpes, a una existencia ya perdida. Allí -dentro o cerca, cosas de las limitaciones- estaban su hija y sus sobrinas, sus hermanos, su marido, su familia.

Se puede vivir de muchas formas, pero vale la pena morir acompañado. Y hasta eso nos ha robado el Covid. Eso, y la última partida. El funeral y el entierro que trascienden al dolor tratando de buscarle algún sentido, y que nos ponen cara a cara con ‘el más allá’, que cada uno dibuje lo que quiera en el concepto.

Frente a esta realidad, hasta cierto punto inasumible, lo que más llama la atención es la indiferencia del que quiere ver un éxito donde sólo hay fracaso. De aquellos que afirmaron vencer al virus cuando no habíamos librado más que una batalla. La primera. Los mismos que, ahora, por ejemplo, se empeñan en votar en Cataluña.

Nos queda lejos Cataluña, qué duda cabe. Y bastante tenemos con lo nuestro. Pero con ese TAC-TAC-TAC que se repite con una delirante métrica, ¿de verdad tiene sentido esto? Urnas para sanos y para enfermos; EPI’s en ciudadanos que nada saben de esas cosas porque nada tienen que saber; desplazamientos autorizados para mítines que, no se preocupen, se retransmitirán en streaming, que para algo sirven el progreso y la modernidad.

¿No va a haber ni un solo contagio con millones de personas llamadas a votar? ¿No va a haber ni un solo muerto como consecuencia de esa fecha? En Galicia, hace no tanto, primó el bien común al bien particular. En Cataluña, no. Allí priman por ahora las encuestas, y la justicia tampoco lo puede remediar. Cosas de vivir al margen de las normas durante tanto tiempo.

Pero los muertos que se deriven de esa jornada serán ‘nuestros muertos’. Los muertos de la pandemia pese a todo, con sus nombres y apellidos, aunque en Moncloa todo resulte siempre bello.