El día de la marmota

A las once de la noche sabremos si el invierno se prolonga seis semanas o si la primavera se abre paso en nuestras vidas. ¿Hasta cuándo? ¿Qué más da si aún no sabemos si mañana sale el sol?

En el folclore americano, el día de la marmota define el sistema empleado por los granjeros para predecir el final del invierno. Según este método, cuando el 2 de febrero la marmota deja de hibernar tiene dos posibilidades: no volver al hogar al tratarse de un día nublado que le impide ver su propia sombra, o retornar si su prospección arrojada por el sol la obliga a ello. En el primer caso, el invierno cejará pronto; en el segundo, se prolongará seis semanas más. Predicción tan sencilla saltó a la fama en 1993, cuando Bill Murray llevó a la gran pantalla la película del mismo nombre -El día de la marmota- en la que interpreta a un egocéntrico meteorólogo de Pittsburgh, Phil Connors, que se encuentra inexplicablemente atrapado en un pequeño pueblo mientras vive una y otra vez la misma jornada.

Lejos de la tradición americana, el Celta afronta su propio día de la marmota, esa fecha que, durante los últimos años, le lleva de modo periódico a vivir una última jornada de suspense, en la que definir si la primavera es inminente o si, por el contrario, no podrá prolongarse otra temporada más. Con raras excepciones, este es el sino de un club que puede celebrar su centenario con descenso, y que, defienden algunos, suma el período más estable de su historia, al menos en lo que a temporadas seguidas en Primera se refiere.

Torres más altas han caído. En cualquier caso, lo cierto es que el Celta, Vigo, la ciudad y su hinchada vuelve al punto de partida o de llegada, a ese terrible lugar en el alambre, donde el estómago se da la media vuelta y provoca náuseas, ganas de vomitar y de morir… o de vivir. Un terrorífico camino que emprendió hace apenas dos meses, en los tiempos de vino y rosas de Carlos Carvalhal, que ayer sonaba a despedida en rueda de prensa. Gane o pierda, la historia, esa manida historia centenaria, seguirá sin él.

Llegó hasta donde pudo, dirán los nobles observadores, no exentos de razón. Cambió la dinámica del conjunto durante un par de meses, a la vuelta del irreverente mundial de Qatar. Lo que duraron los goles de Iago y la exhuberancia de Veiga, con todo el peso del juego y la creación del equipo con apenas 20 primaveras y un puñado de partidos en la máxima categoría. Porque eso nadie lo predijo, e incluso lo impulsó: la ausencia de centrocampistas -la madre de cualquier equipo-, desvalijado el armazón este verano con la venta de Brais y el destierro de Denis. Qué lejos queda ya aquel verano del retorno de los «nuestros» en la que por volver volvió hasta Pape Cheik. Curioso que aquello derivase en ‘A Nora Reconquista’, otro años más salvados en el último minuto.

Pero nunca la soga apretó tanto como esta vez. Ni siquiera en el periplo más cercano de esta docena de años sin proyecto -en apariencia y con perdón-, en la que estilos, ideas, entrenadores y fichajes se suceden sin modelo y sin sentido. Hablamos del momento García Junyent. Antes de ayer, como quien dice. De la temporada 2019-2020, en la que el catalán coge la nave y la deja salvada seis jornadas antes del final. Foto y renovación. Pero no. El barco no había tocado puerto. Seis partidos sin ganar conducen al Celta hacia el desastre de otra última jornada, de otro día de la marmota, aquel contra un Espanyol ya descendido al que los de Vigo son incapaces de meter mano en esa fecha. La salvación, otra más, llega por méritos ajenos, por un Leganés que empata a dos contra el Madrid, ya campeón. Un Leganés en el que, por cierto, juega un tal Óscar Rodríguez, que manda al limbo una última ocasión que hubiese supuesto el descenso del equipo de Mouriño.

Porque en el fondo, para bien o para mal, este es el Celta de Mouriño, el del presidente que saneó las cuentas y que no afloja en su empeño de verlas eternamente rebosantes. Imposible culparlo de ello cuando el dinero es suyo. Faltaría más. Igual de suyo que la ausencia de un proyecto en el que caben Abel Resino, Paco Herrera, Luis Enrique, Mohamed, Unzué, Coudet, Junyent, Miguel Cardoso o Eduardo Berizzo.

El ‘Toto’. Tal vez este fue el momento culmen de la demostración de falta de una idea, de valentía. Porque los clubes, cualquier club, se pasa toda una vida buscando un entrenador que comprenda lo que es, todos esos pedacitos de mundo que comparten una historia compartida y que dotan de sentido el eterno sufrimiento de la hinchada. Por simplificar, Simeone en el Atlético o Guardiola en el Barcelona. ADN le llaman algunos. Y el ‘Toto’, además de semifinalista de UEFA y de Copa, era puro ADN Celta, capaz de tener al público cantando y animando el día que el Valencia te mete cinco en Balaídos. Identificación. Pero algunos, por un puñado de euros, otra vez más el dinero, no supieron o no quisieron verlo.

Y de aquellos barros, estos lodos. Este eterno día de la marmota en el que el corazón se agita y el estómago se revuelve, con un infinito deseo de vomitar, de acabar con todo, para bien o para mal. De morir o de vivir. Qué más da si con esto se deja de sufrir. A las once de la noche sabremos si el invierno se prolonga seis semanas o si la primavera se abre paso en nuestras vidas. ¿Hasta cuándo? ¿Qué más da si aún no sabemos si mañana sale el sol?