Granada y Celta empatan a cero en el Nuevo Los Cármenes en un duelo anodino sólo sobresaltado por un remate de Puertas en el 85 que se paseó de palo a palo
Iago Aspas, amonestado, se perderá el próximo choque contra el Getafe por acumulación de tarjetas
Dos bostezos. Cero a cero. Empate a nada. Nadie malgastó pipas ni se comió las uñas porque no sucedió absolutamente nada. Bueno, o casi. En el 85, cuando el duelo avanzaba fatigoso hacia un final ya deseado, un centro lateral del Granada encontró la cabeza de Puertas, que picó abajo su remate, golpeando primero el palo izquierdo y luego, con suspense, con muchísimo suspense, el derecho. El hipo que precede a los bostezos. Nada más.
Hay partidos que no valen una entrada. Este es uno de ellos. Un duelo en el que el cronista, cuando se enfrenta a la página en blanco que tiene por delante para contarle a la hinchada qué ha pasado, siente un temor reverencial. ¿Y ahora qué escribo? Silencio. Son las cosas que tiene el fútbol moderno: uno estudia tanto, tanto, tanto a su rival, que se olvida de que esto es un juego. Y como tal, sin capacidad de improvisar, sin riesgo, sin aventura, no hay emoción ni resultado.
O tal vez sí, porque siendo pragmáticos, los de Óscar García salen un punto más lejos del descenso, a la espera de lo que hagan mañana Mallorca y Espanyol en dos duelos difíciles contra Getafe y Atlético respectivamente. Y ya van cuatro jornadas sin perder: 8 puntos de 12 que permiten mirar hacia el futuro con una media sonrisa de optimismo. En este mismo modo pragmático, en la parte negativa de la balanza, la amarilla de Iago que le impedirá jugar, al cumplir ciclo, el próximo sábado a las nueve de la noche en el Coliseum.
Poco más que añadir. El Nuevo Los Cármenes fue una trinchera, un Vietnam moderno con más piernas por metro cuadrado que fútbol por ofrecer. Los jugadores no se veían, se intuían. Probablemente se olían ya de espaldas. Fútbol en 20 metros. Toque y pérdida. Toque y toque. Otra vez pérdida. Hubo más tarjetas que otra cosa: 3 para los locales, 5 para el Celta. Un infierno cargado de imprecisiones en el que los segundos goteaban lentamente bajo una densa cortina de lluvia que no hacía sino entristecer todo un poco más.
Así hasta el 94, momento en el que Cuadra Fernández alzó los brazos al cielo y pitó el final de un choque sin historia, de esos que gustan a los entrenadores pero matan la sencilla felicidad de ver un partido de fútbol. En una ocasión un periodista le preguntó a la teóloga alemana Dorothee Solle cómo le explicaría a un niño lo que es la felicidad. «No se lo explicaría -respondió- le tiraría una pelota para que jugara». No un 29 de febrero en el Nuevo Los Cármenes.