Día 24 del año 1 después de Covid
Añoranza
Han pasado 24 días desde que se decretó el estado de alarma. A esos puedo sumarle las tres jornadas precedentes, con los niños ya en casa desde aquel viernes 13 de mal augurio y peor pronóstico. Casi un mes en el que mi único contacto con el mundo se ha limitado a tirar la basura e ir una vez a la Farmacia. Tiempo suficiente para caer en la añoranza.
Miles de cosas cotidianas que echo de menos. Los domingos en casa de mi padre, con un Glovo calórico en la mesa y la siesta familiar en el sofá. Las idas y venidas al trabajo, pensando en los cientos de batallas por librar. Tonterías desde la perspectiva que da el tiempo. Este tiempo. El despertar frenético de un día cualquiera de semana: desayunos, uniformes, orden, lleváis meriendas, dónde están las mochilas, niños depositados en el cole; todo lo demás es cuesta abajo.
La familia, los cuñados, las risas, los amigos, los paseos, el estrés, el contacto, los abrazos, las sonrisas, los enfados, los compañeros de trabajo, la misa, los recados, el banco, la oficina, el fútbol, los padres de clase, los colegios, la rutina. La vida.
Todas esas cosas que nunca valoramos un carajo. Que damos por descontadas porque siempre están ahí. Que ahora se ausentan y nos revientan de añoranza. Que volverán, pero que no sabemos ni cuándo ni cómo. Porque esto es un poco como morir en vida. Sólo cuando nos enfrentamos a la muerte valoramos todo aquello que no hicimos. Pero no lo hacemos con frecuencia. Nos angustia; y a diario tampoco nos toca tan de cerca.
Por suerte, seguimos vivos, aunque cargados de nostalgia.