Día 11 del año 1 después de Covid
El teléfono
Ha sido como un terrible bucle; como una peonza juguetona que no quiere parar de dar sus vueltas. He estado confinado con mi teléfono, en uno de esos días en los que las orejas adquieren un tinte rojo, más bien negruzco. 5 horas y pico de llamadas. No les hablo del uso del dispositivo, con correos, whatsapps y otras redes sociales incluidas. No. Me estoy refiriendo solo a la suma de los tiempos que transcurren entre la acción de colgar y descolgar.
Y ahora, claro, todas las dudas enturbian el teclado. Porque, a fin de cuentas, ¿qué carajo les puedo contar hoy? Aunque el confinamiento, en cierta medida, es eso. Perder la noción de lo que pasa. Hablar por teléfono y sin él, dar clases a tiempo parcial y trabajar el resto, comer en compañía de los tuyos o evitar a cada rato que los niños se maten entre ellos.
Hoy casi pasa durante una de esas llamadas en las decidieron jugar al Pressing Catch. No hubo que lamentar bajas: apenas un rasguño aparatoso en la oreja de Andrés. Más sangre que herida. La patada de Pedro fue a traición, pero solo acarició violentamente el objetivo. Luego siguieron con su vida; con su alegría infantil en la que todavía no entra la noción de libertad. Papá y mamá están ahí para aguantarlos, para quererlos, para perdonarles aunque intenten matarse sin saberlo.
Mientras tanto las cifras siguen subiendo. Y uno se pregunta qué sentido tiene todo esto. Familias que pierden a los suyos y no pueden ni siquiera despedirlos: un abrazo, una última lágrima furtiva, la bendita tristeza de un entierro familiar. Eso es lo que de verdad se nos escapa. Un gajo de humanidad; una tira incalculable del sentido de vivir. Pero vuelve a sonar el teléfono y dejo de pensar en todo esto.
Buen artículo, el confinamiento, tiene una de esas extrañas «propiedades», cual fórmula matemática… Intuir olvidando la realidad por no verla ni percibirla; sino en la lejanía de los dispositivos tecnológicos. Cifras y relatos se entremezclan como una clase de historia de la matemática