«Sentados en sus cómodas poltronas, fumando puros a escondidas y bebiendo algo muy chic mientras que regalan mundiales a Quatar o a Arabia Saudí decidieron que sí que sí: que la cosa era tan simple y resultona que había que tocarla, manosearla con lascivia, acariciarla con un deseo perturbado. Que había, en definitiva, que prostituirla»
«Gasté todo mi dinero en mujeres, alcohol y coches rápidos; el resto, simplemente, lo malgasté». La frase, tan vieja como el fútbol, la pronunció una de sus estrellas más irreverentes. George Best había nacido en una barriada de Belfast en 1946 unos cuantos años antes de que llegase a convertirse en ídolo del United. Un inolvidable y excéntrico extremo que permanece en la memoria de los hinchas. Él, como Iago, hubiese reventado el monitor del VAR despúes de una decisión arbitral tan insultante.
O tal vez no, tal vez lo hubiese pateado con asco y con violencia el primer día, ese mismo día en el que todos, siguiendo el ejemplo de Fernando Fernán Gómez, deberíamos haber mandado el invento a la mierda. Con perdón. A la mismísima mierda.
Algo que, con más cariño, hizo Johan Cruyyf adelantándose a su tiempo, como siempre. El genio holandés lo tuvo claro: «Si el fútbol es un deporte continuo, no puedes situar una cámara y, en una jugada conflictiva, pedir que nadie se mueva, reunirte en la banda, ver las imágenes, deliberar, tomar una decisión y luego decir: ‘Venga, ya está, podemos continuar’».
Pero después llegaron los burócratas, los jefes, los presidentes, directores y demás cargos de guardar, con trajes caros a medida, fabricados por sastres renombrados, que se miran al espejo por las mañanas muy pagados de sí mismos mientras que se anundan la corbata con un Windsor y se perfuman con colonias dantescas de poder.
Y ellos, sentados en sus cómodas poltronas, fumando puros a escondidas y bebiendo algo muy chic mientras que regalan mundiales a Quatar o a Arabia Saudí -por todo lo que preservan el fútbol, por lo que contribuyen al fair play y por los valores que transmiten, coja el dinero y corra, por supuesto-, decidieron que sí que sí: que la cosa era tan simple y resultona que había que tocarla, manosearla con lascivia, acariciarla con un deseo perturbado. Que había, en definitiva, que prostituirla.
Y entonces, pese al carácter de Best y a la sapiencia de Cruyff, nació el VAR. El puñetero VAR. Ese mismo VAR que nadie manda el carajo por miedo a ser él el que acabe olvidado en la parte más alta e invisible de la nave. Un valiente que se inmole y que exclame que ya está bien, que esa herramienta no sirve ni ha servido, que está matando el fútbol, que la grada no sabe, que el futbolista enloquece, que los defensas son mancos y los atacantes juegan sin flequillo por temor a que el pelo de una gamba los deje en fuera de juego virtual, semiautomático o de surrealistas líneas mal paridas.
Y lo que es peor, que ha eliminado el frenético orgasmo de cantar un gol que vale un potosí, una vida, los sueños y tristezas de todo una semana de pensamiento inopinado en la mente del hincha, que imagina, que vive antes de tiempo, que supone, que conjetura, que avanza hacia el día del partido y que cuando por fin sí, la suerte se alinea y todo parece volver a un orden ya olvidado, enmudece. Y lo hace por temor, por temor a la maldita televisión a la que nadie ha sido capaz, todavía, de mandar a esa mierda en la que permanecen encerrados otros por muchísimo menos.
Un lugar maloliente en el que no encontrarán a Hernández Hernández ni, mucho menos, a Prieto Iglesias. Ese ser que en Madrid, en una sala cargada de pantallas que ya anticipara Orwell sin tanto escándalo, contradice al mismísimo Johan Cruyff, congela la imagen, pide que nadie se mueva, reune a sus amigos en la banda, observan las imágenes, deliberan y deciden. ¿Y qué deciden? Pues mandarnos a todos a la mierda.